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9. El antiguo habla

Hoy la evolución de la vida lo ha cambiado todo, y la influencia de la radio y televisión, más la apertura a la instrucción no sólo escolar sino universitaria de muchos gavilaniegos, han «vulgarizado» el antiguo habla a un castellano que igual se oye en Soria que aquí, quedando limitado el viejo dialecto a personas de cierta edad y escasa cultura.

En mi época de niñez, cualquier forastero que llegase a Gavilanes se le adivinaba su procedencia inmediatamente por su forma de hablar, o mejor por «su tonillo»; así, una cierta entonación en medio de una palabra delataba al vecino de Pedro Bernardo; la b transformada en p labial descubría a un mijariego, y la prolongación de la vocal final de palabra era el carnet de identidad de un paisano.

También el dialecto, aunque menos, diferenciaba los respectivos pueblos. Un vecino de Gavilanes, Mijares o Pedro Bernardo pronunciaba perfectamente la ll, y en cambio, a sólo unos kilómetros de distancia, en el Barranco eran «yeístas». Lo que sí compartíamos todos los habitantes de la comarca, sin excepción, era la relajación de la s y consiguiente aspiración de los plurales. La h en muchos casos se transforma en j: jelecho por helecho. La d se pierde en ciertas terminaciones: prao (prado); lo mismo le sucede a la g intervocálica: miaja (migaja); tambien la f sufre modificaciones en los inicios de palabras: Celipe por Felipe. La b se convierte en g: agüela por abuela; la r sufre metátesis: Grabiel por Gabriel. Se suprime la r en preposiciones: pa por para.

Otro fenomeno de nuestro viejo habla era la «entonación coloquial», por lo que éramos conocidos como «gavilaniegos vocingleros», dando la impresión que al hablar «cantábamos». Otros arcaísmos eran de uso común en nuestro cotidiano hablar; así: antier (anteayer), denante (delante), hogaño (este año), flama (llama), endispués (después), toavia (todavía), anque (aunque), tiesto (harto), no me vaga (no tengo tiempo), y otros tantos como para llenar con ellos un diccionario.

Otra característica en el léxico de Gavilanes es la curiosa denominación de los nombres propios de ciertos animales, especialmente dentro del género de las aves. Así, tenemos que al gorrión se le conoce como «gorriato»; al mirlo, «mielra»; a la lavandera, «golloria»; al ruiseñor, «silva-ronco»; al jilguero, «siete colores»; al mirlo de agua, «mojaculo»; al pájaro mosca, «ruin»; al carbonillo, «curubita»; al gateador, «gatachín»; al arrendajo, «rendajo», etc.

No quiero terminar este capítulo sin hacer referencia de nuestro pueblo en la literatura actual. El novelista catalán Bartolomé Soler, Premio Nacional de Literatura 1961 y Ciudad de Barcelona por su novela Patapalo, hace arrancar desde Gavilanes las andanzas de su protagonista: «El derrotero que había de seguir comenzó en Gavilanes y acabó, a través del tiempo que duró su cazcaleo, en Horcajo de la Ribera y en Hoyos de Pinares...» Pero la más preciada mención nos la hace, casi «ná», el que fuera Premio Nobel de Literatura, me estoy refiriendo a nuestro excelso Camilo José Cela, quien en su delicioso libro de viajes Moros y Cristianos nos describe de esta manera: «El vagabundo entiende que el río Ramacastañas parte del valle del Tiétar, que queda a oriente, de la Vera, que luce a occidente; el vagabundo suele ser más amigo de las regiones naturales que de las provincias artificiales. La raya entre la Vera y el valle del Tiétar pudiera colocarse en Arenas de San Pedro, límite meridional de Gredos; Pedro Bernardo –la antigua Nava la Solana–, Gavilanes –el escenario de la chorrera de Blasco Chico– y Mijares –el olvidado Mijares, donde anida el águila– señalan los levantinos y últimos flecos de Gredos.» A continuación nos dice ver las marcas de la caridad esculpidas en los dinteles de muchas de las casas de nuestra comarca; marcas que aún existen en muchas de las fachadas de Gavilanes. Aunque la mención es corta, no he querido dejar de reflejarla aquí, no por lo que se dice, sino por quien lo escribe: Don Camilo.



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