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2. Costumbres y tradiciones

Alguien dijo que un pueblo que reniega u olvida su pasado es un pueblo sin presente ni futuro, porque –y esto sí lo digo yo– el pasado no anula el presente: antes bien, lo enriquece, aviva y potencia. Ahora, cuando muchos jóvenes han descubierto eso de volver a sus «raíces», sería bueno y conveniente rescatar aquellos usos y tradiciones que fueron arrumbadas por ignorancia y poco modernas, porque las viejas costumbres no están ni pueden estar enfrentadas al ineludible progreso; y para que el recuerdo de esos viejos usos no caiga en el olvido voy a intentar, en las próximas páginas, dejar constancia en letra impresa de aquellos que yo mismo, en mis años mozos, viví, y de otros que sin haberlos gozado supe de oídas en boca de algún abuelillo del lugar.

Pago de la Ronda

Una de las costumbres que aún perduran, a Dios gracias, es la de «Pedir la Ronda». Cuando un mozo foráneo se enamora de una gavilaniega y formalizan relaciones, se le exige una contribución monetaria que va a parar a los bolsillos de los «Quintos de hogaño». Este tributo nunca es fijo y el canon viene a estar en concordancia a la rumbosa y fanfarrona dádiva del «pagano». Y si alguno se resistía y, envalentonado, negaba el obligatorio tributo, el enamorado forastero iba a parar de cabeza al pilón más cercano. Yo no recuerdo que después de este baño, y más si es en invierno, ningún forastero se haya empecinado en seguir negándose a pagar tal tributo. (Ya se sabe que el agua aclara la garganta y las ideas.) Esta pintoresca costumbre, divertida las más de las veces, brutal alguna, está extendida por todos los pueblos del Valle, y no se me ocurre otra procedencia que la de aquellos romanos que en el siglo IV a.C. raptaron a las mujeres sabinas y, ante la inminencia de la guerra con ellos, optaron por pagarles un tributo.

Los Quintos

Se les llama así, «Los Quintos», a aquellos mozos que entran en «quintas» durante el año. Era realmente el mayor acontecimiento que le podía pasar al nuevo mozo. ¡Ahí es nada! Entrar en quintas le suponía múltiples licencias que hasta esa fecha le estaban vedadas: podía beber en público, fumar ante su padre y el resto del personal ya le consideraba como un «hombre». Comenzaban los festejos en el domingo gordo de Carnaval y en el Ayuntamiento, donde se les tallaba; el alcalde, en nombre del pueblo, les regalaba el mejor pino que hubiese en el monte, pino que no tardaban en cortar y convertirlo en pesetillas, con las que se compraban vino de pitarra y un magnífico carnero que paseaban por todo el pueblo durante una semana, para al fin sacrificarlo y meterlo en el «mondongo» en alegre y compartido festín.

Los quintos de «hogaño», agarrados por los hombros y en grupo, se paseaban por todas las calles del pueblo en las noches de los sábados y vísperas festivas cantando y pidiendo a veces donativos en metálico o especie, que todo valía, para complementar las exiguas faltriqueras y con ello ir a la «guisandera», que lo convertía en rico y apetitoso manjar.

Cánticos de los Quintos

Ya se van los quintos, madre,
ya se van los corazones,
ya se van los que tiraban
chinitas a los balcones.

Adiós, padre, y adiós, madre;
adiós, hacienda y dinero,
a servir al rey me voy
los años que yo le debo.

En la ventana de abajo,
en la ventana de arriba,
quédate con Dios, paloma,
que me voy para Melilla.

Mañana se van los quintos,
ya se van los buenos mozos,
y a las mozas les quedan
los chiquitos y achacosos.

Adiós, calle del Tinajero,
cuánto te tendré rondando,
y lo que te rondaré, sí, sí,
antes de que sea soldado.

Las madres son las que lloran,
que las novias no lo sienten,
las quedan cuatro chavales,
y con ellos se divierten
De que soy quinto,
mi madre llora,
y a mi morena
la dejo sola,
la dejo sola,
sola la dejo.
De que soy quinto,
llora por eso.

A los quintos, madre,
se los llevan ya,
¡pobrecitas madres,
cómo llorarán!

Ya se van los quintos, madre,
ya se va la gente loca,
ya se van los que divierten
los domingos a las mozas.

Yo no siento ser soldado
ni cargar con el fusil,
lo que yo siento es mi novia,
que se queda por aquí.

Que me voy para Melilla
con el moro a pelear,
quédate con Dios, paloma,
paloma de mi palomar.
Ya se van los quintos, madre,
ya se van los buenos mozos,
y ahora se quedan aquí
los viejos y legañosos.

Mi novia me está haciendo
una bonita escarapela
para ponérmela yo, sí, sí,
en la gorra cuartelera.

Pobrecitas madres,
cuánto llorarán,
al ver que sus hijos
a la guerra van.

Balcón del Ayuntamiento,
si te hundieras, si te hundieras,
y me cogieras debajo,
aunque soldado me hicieras.

Mi morena tiene pena
porque soy quinto de hogaño,
yo la digo que no llore,
que son muy cortos los años.

Adiós, Santa Ana querida,
que me voy a ser soldado,
pero no te olvidaré
porque soy un buen cristiano.


La Fogata

Tradición relacionada con los quintos era la «fogata». Éstos, el día de su talla, recorrían todo el pueblo solicitando brazadas de leña –¡algún rimero del exterior bajó de volumen más de lo que su dueño donara!– leña que acumulaban en la plaza y que con ella hacían una descomunal hoguera donde asaban el cordero mascota entre cantos y bullicio.

La Velá

Otra costumbre hoy perdida, pero que yo he llegado a conocer, era «ir de velá». Recuerdo de niño aquellas mágicas noches en las que «tía Manuela» nos anunciaba el feliz acontecimiento:

–Niño, esta noche vamos de velá.

Entonces yo ya sabía que aquella noche de invierno iba a ser menos larga y fría. Después de cenar, mi abuelo cogía unos chorizos, un puñado de higos y algunas castañas.

–Abuelo, se olvida usted el vino.

–No, el vino lo ponen ellos.

Y allí nos íbamos a pasar la velada a casa del tío Antonio o de cualquier otro vecino, donde al amor de la lumbre se asaba el choricillo y los calvotes, se daban unos tragos de vino, se charlaba de «praos y vacas», y ya entrada la noche, se regresaba a casa. Esto que ahora puede parecer pueril, en aquellos tiempos era una pura necesidad. Piénsese que no había ni televisión ni radio, que las noches de invierno eran largas, las distracciones nulas y los alicientes escasos. En la «velá» se hacía un verdadero culto a la amistad, se comentaban verdades y chismes y se practicaba, sin saberlo, eso que ahora está de moda: las relaciones sociales. Ni que decir es, que a la noche siguiente u otra, donde se celebraba la «velá» era en la propia casa con otros parientes y amigos.

La Boda

Si el entrar en quintas era el primer acontecimiento extraordinario de un mozo, el segundo y más importante de su vida era la boda.

Sucedía que, como siempre, después de cierto tiempo de juegos y escarceos entre mozo y moza, se formalizaban las relaciones. El primer paso consistía en pedir la «licencia» al padre de ella; después de un cierto tiempo de relaciones formales, ambas familias acordaban la fecha para la boda. Los padres del novio daban a la novia un montante de dinero que, según su posición social, variaba en cuantía, llamado «Las Vistas», que servía para la compra del ajuar de la novia, ajuar que se exponía en la alcoba de su casa, por donde desfilaban, en sucesivos días, todas las comadres y mocitas del pueblo para curiosear y cotillear. El domingo de las amonestaciones era y aún es costumbre, el publicorio, y consiste en agasajar por la tarde, y en casa de la novia, a amigos y parientes con dulces caseros, cortadillos y rosquillas, flores y vino a granel. Y con esto se llegaba al día de la boda.

Suenan las campanas alegres y festivas; los novios, precedidos de los guitarreros, que van entonando cánticos de epitalamio y los ¡vivas! a novios, padres y padrinos e incluso a los mismos acompañantes, se introducen en la iglesia. Celebrada la ceremonia religiosa del «casorio», la nueva pareja, siempre precedida por guitarreros y comparsa, daban una vuelta por todas las calles del pueblo para que aquellos que no hubiesen sido invitados, pudiesen participar de la visión de los mismos. Las bodas que yo recuerdo, aun las más pobres, duraban dos días: boda y tornaboda; se sucedían comidas, bailes y bromas a los novios por la noche, como hacerles la «petaca», colgarles esquilas en la cama, o incluso quitar alguna pata al catre para que se dieran la costalada. Era costumbre que el invitado que bailase con la novia pagase por ello, y al final de los dos días se procedía al «espigueo»: consistía en ir depositando unas pesetas sobre una bandeja colocada ad hoc, se besaba a la novia por última vez y cada uno a su casa.

Cantares de boda

¡Qué bonita está la sierra
con los piornos floridos;
más bonita está la novia
del brazo de su marido!

Viva la novia y el novio,
y el cura que los casó,
la madrina y el padrino,
los convidados y yo.

El día cinco de mayo
se ha deshojado una rosa,
se la ha llevado "Tal"
por mujer y por esposa.

Las cortinas de tu alcoba
son de terciopelo azul,
entre cortina y cortina
la Virgen pareces tú.

Y a la tu ventana
hay una arboleda
con ramos de rosas
que a tu cama llegan.

Apañando aceitunas
se hacen las bodas,
el que no va a aceitunas
no se enamora.

¡Qué contenta está la novia
porque tiene cama nueva,
más contento estará el novio
porque va a dormir con ella!

Por un sí que dio la novia
a la puerta de la iglesia,
por un sí que dio la novia,
entró libre y salió presa.

El señor cura no baila
porque tiene la corona;
señor cura, baile usted,
que Dios todo lo perdona.
Esta mañana en la iglesia,
cuando dijiste: ¡otorgo!,
estabas pidiendo a Dios
hacer un buen matrimonio.

A casa de mi novia
llevé un amigo,
él se quedó por amo
y yo despedido.


Estribillo

Al olivo, al olivo, al olivo subí,
por cortar una rama, del olivo caí,
del olivo caí. ¿Quién me levantará?

Esa gachí morena que la mano me da,
que la mano me da, que la mano me dio,
esa gachí morena es la que quiero yo.


La Cencerrá

Otra costumbre, ésta tal vez demasiado cruel, era la «Cencerrada». Sucedía que cuando los novios eran «mozos viejos», viudos o de notoria fama casquivana, la mocería no invitada a la boda se armaba de cencerros, cuernas, sartenes, almireces, perolas y cualquier otro instrumento que produjese ruido y la noche de bodas allá se iban en cuadrilla a darles tal concierto a los recién casados. El alguacil aquella noche no dormía, y no por el maremágnum de ruidos, sino por razones obvias, como era el enfrentamiento de invitados y no invitados a la boda.

La Matanza

Al amanecer, durante todo el año, un sonido ronco y prolongado invadía todo Gavilanes: era el porquero soplando la «cuerna» y llamando a todos los vecinos para que echaran sus guarros al «Montero». Solían reunirlos en La Barranca, y allí, en impaciente piara, se los llevaba a comer al monte. Por la tarde los regresaba cada uno a su dueño para que durmiesen en la cuadra. Esta faena se repetía invariablemente todos los días del año, hasta que por el mes de octubre se separaban aquellos cerdos destinados a «cebón». A partir de entonces ya no se le echaban al «montero» y, encerrados aparte, se les empezaba a cebar con buenos cubos de «talviña» –salvado y patatas cocidas, higos, pulpa y sabrosas castañas– y por San Andrés («Por San Andrés mata la res») comenzaban a entrar en capilla los marranos. Se les mantenía en ayunas toda la víspera para que las tripas estuviesen aligeradas de comida; se reunían las mujeres de la casa y otras comadres para picar las cebollas y calabazas, que se cocían en relucientes y grandes calderos de cobre. Se bajaban las artesas del «sobrao» y se clavaba la máquina de picar en la mesa.

Al alba del otro día, empezaba la faena; el «mataor», armado de afilado cuchillo y auxiliado por los ayudantes, procedía a seccionar la yugular del guarro, que con grandes gruñidos y sacudidas iba desangrándose en el barreño puesto a tal fin. Se le socarraban las cerdas con haces de retama, volcándole cubos de agua para el lavado, y por último, antes de colgarle en cruz en las vigas del patio, se le cortaba el rabo, que se ofrecía como trofeo al matarife. Colgado y abierto con estacas, se le sacaban las entrañas y tripas, que en cuanillos las mujeres lavaban en la Gargantilla. A la hora de almorzar las ricas sopas de tomate, ya se le metía el diente en forma de «somarro» a las brasas. Por la tarde, las mujeres hacían los chicharrones y preparaban las tripas ya lavadas; los hombres se tomaban un pequeño descanso, jugando, entre trago y trago, a la brisca.

En el segundo día, al amanecer, se procedía a «estrozar» al bicho; se le sacaban los lomos y embutían en la vejiga, que, atada con cuerdas, quedaba en forma de grandes globos, los costillares se descarnan y se cuelgan en ganchos, la cabeza se sala, así como los jamones, que quedarán prensados durante algunos días antes de colgarlos. En los barreños, las amas ya han mezclado la carne picada con los diferentes especias: cominos, sal, tomillo, orégano, rojo pimentón de la Vera, laurel, ajo y cebolla para los chorizos y calabaza para las morcillas de verano. Se pasan por la máquina de tornillo sin fin y, embutidos, se cuelgan en los varales que atraviesan el techo de la cocina, donde el humo del hogar y el frío del invierno los dejará curados.

La matanza para mí era una de las fiestas más entrañables que me pudiera suceder, y no sólo porque se llenase el «mondongo» de manjares no comidos hasta esas fechas, sino porque la matanza era una fiesta ritual en la que se estrechaban los lazos familiares y amigables de todos los comensales. Yo, que recuerde, jamás he dejado de asistir a una matanza que fuera invitado; incluso aunque estuviese fuera de Gavilanes, procuraba llegar a tiempo de participar en ella.

La Moragá

Por esas mismas fechas de la matanza, los chavales íbamos a recoger las castañas olvidadas bajo los castaños y hacíamos grandes hogueras donde las arrojábamos, comiéndolas en forma de ricos «calvotes». Como es una costumbre ya perdida, la recuerdo aquí por su nombre: «La Moragá».

Carnavales

Otra fiesta clásica, que se celebraba con bailes, cantos y diversiones, eran los Carnavales. En Gavilanes, como en el resto del país, el Carnaval era y es una fiesta de claros signos paganos, atemperizada en lo menos por la influencia de la Iglesia. Es como un desquite anticipado a las prohibiciones de la próxima Cuaresma cristiana y, por ende, una fiesta en la que se trata de gozar los deleites de la vida y el sano gozo de la alegría de vivir. Se disfrazaba el personal con aquello que a mano tenía: el traje de militar del abuelo que estuvo en Africa, caretas espantosas hechas de calabaza, gorros y narices estrafalarias, etc., y con toda esa parafernalia se lanzaban toda la noche a cantar, bailar y dar sustos a alguna ingenua paisana que a por agua a la fuente iba. Era una necesidad de diversión para afrontar sin pena la larga semana de Cuaresma. Se rondaba, bailaba y se terminaba la noche bebiendo aguardiente y comiendo cortadillos en cualquier casa. Así de sencillo, pero tan diferente al plural divertimento aburrido de estos tiempos.

Cantares de Carnaval

Carnavales, Carnavales,
cuándo te veré venir,
para ver a los borrachos
de la taberna salir.

¿Cómo quieres que tenga,
retimba, retimba, retama, retamilla,
la cara blanca,
si soy carbonerilla,
retimba, retimba, retama, retamilla.
Una vez que te quise
fue por el pelo,
ahora que estás pelona
ya no te quiero.

Que quítate delante,
cara de mico,
que quítate delante
que te socico.


La Junta

El domingo de Pascua, después de la misa, los mozos y mozas, chicos y chicas, se lanzaban al campo, lo que ahora llaman picnic, para realizar una comida campestre. El juego consistía en ocultar las mozas a los mozos el lugar de «La Junta», pero como a ellas esto no les interesaba, al final todos terminaban «juntos», compartiendo el típico «hornazo» hecho de harina, huevos, cominos, azúcar y aguardiente, amén de la tortilla de escabeche y los consabidos cortadillos y rosquillas. ¡Más de un noviazgo y algún embarazo no buscado salió de aquella simple fiesta campera!

El Mayo

Fiesta de origen celta era la celebrada el primero de mayo, fiesta pagana que veneraba el tiempo joven y los aires primaverales. Consistía en plantar un pino («El Mayo»), al que con anterioridad se le había embadurnado de sebo y jabón, en medio de la plaza; se le colocaba en la picota un gallo, cordero u otro animal y se invitaba a todos los mozos a gatear por él. Aquel que lograba llegar a la cima, suyo era el premio. Más de uno dejó pantalones y algo más al descubierto intentando la hazaña, entre risas y chirigotas de los compañeros.

El Mariluce

Curiosa costumbre ya desaparecida. Consistía en que por el tiempo de viñar, abrir cepas y cavarlas, los gañanes, al término de la jornada, cortaban un ramo de roble y con él como bandera regresaban al pueblo entonando canciones y allí en la plaza le clavaban en la tierra, girando unidos por los hombros alrededor del «Mariluce», alternando canciones y tragos de vino. Era tradición que el tamaño del «Mariluce estuviese en razón directa con la esplendidez o tacañería de la ración de vino ofertada por el amo de la viña labrada. Así pues, a vino escaso, «Mariluce» raquítico, y si el amo se había portado dadivoso, se le premiaba con un ramo que más parecía roble completo.

Canciones

Aquel Mariluce,
paluce, lucero,
ese ramito del alma.

Aquel Mariluce,
paluce, lucero,
lucerito de mi alma.
Aquel Mariluce,
puluce, lucero,
¡ay!, mi amante del alma.


Las Cuatro Doncellas

Otra de las bellas tradiciones, hoy perdida, era la conocida como las «Cuatro Doncellas» que servían a Santa Ana y Nuestra Señora del Rosario. Esta costumbre está ya datada en 1657 con motivo de la visita que «El Señor Visitador» hizo a la Iglesia de Gavilanes, al que le informan que esta costumbre o carga «...era de tiempo inmemorial». Pero mejor que a mí, oigamos a D. Jacinto Rodríguez Flores, teniente-cura de esta parroquia allá por los años de 1760; dice así en su Libro de Becerro:


«-La señora Justicia antes de la Pascua del Espiritu Santo se juntan y elixen dos doncellas, que tengan la edad de catorce o a lo menos doce años si las ai, para Nª Señora del Rosario y otras dos pasa Sª Sta Ana...
Aceptando el cargo todos los Domingos por la mañanas antes de Misa mayor salen a pedir por las calles y de lo que cogen compran huevos, y salir de dicha Misa a do llaman las olivas, ya cocidos los ponen en un canto en un oyito para que las gentes los tiren, con ésta condición que tirando tantas pedradas, vgª ocho piedras, si en estas ocho a distancia proporcionada no le dan al huevo, dan la limosna de un cuarto y si le quiebran se quedan las mayordomas sin él y sin limosna.- También de mancomún salen a pedir por las eras del lugar a que los labradores acuden con algunos haces de grano para ayuda de los ramos que tienen que poner.-
Las dos que sirven a Sª Sta Anas antes de llegar su dia amasan una fanega de trigo esmerado entre ambas y la hacen roscas de dos libras.»




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